lunes, 28 de noviembre de 2011

La maestría de Ponce y un encierro sin nombre

Estoy de vuelta de una tarde de toros de las más polémicas que yo recuerde en los últimos años, pero una tarde muy taurina -espontáneo incluido-, a veces necesaria para consolidar esta afición personal de más de cuarenta años viendo toros. Supongo que, esta tercera corrida ferial, algunos la recordarán por el parejo encierro que mandó Roberto Puga para el mejor cartel de la feria: parejo por lo terciado, por su poca fuerza, por esas cornamentas impresentables para cualquier plaza de mínima categoría en el mundo; pero también parejo por su nobleza. Otros la recordarán por el comportamiento vergonzoso de ciertos sectores del tendido que se dedicó a hostigar a los matadores, a insultar al ganadero y a la empresa, a deslucir premeditamente el espectáculo. Yo, felizmente, me olvidaré en poco tiempo de estos factores que sin duda le quitan brillo a la fiesta, y me quedaré con la maestría y verguenza torera de Ponce, el temple y quietud de Perera, las ganas y virtuosismo de Castella.

El cartel cumbre de la feria, nos mostró a un Ponce inmenso y profesional, de grana y oro, con hambre de gloria (aún más), en una plaza en la que ya lo ganó todo: el escapulario hasta en tres oportunidades, las incontables orejas y hasta algún rabo, las grandes ovaciones, la admiración del público. Como siempre ha sido, salió decidido a triunfar desde su primer toro. Serio problema lograrlo con un colorado difícil de fijar desde la salida, soso y totalmente aplomado en el último tercio al cual, a pesar de todo esto, logró sacarle con mucha voluntad algunos pases que no tenía. Tan bien estuvo con el animal de marras que, luego de despacharlo tras pinchar en hueso, tuvo que salir a agradecer al tercio la ovación que recibió del público por su entrega. Lo de su segundo ya fue otra historia. Sí claro, historia de esas que serán difíciles de olvidar. Luego de la corrida oí a algunos comentar que la faena de Ponce no los emocionó por la poca presencia del animal, al que lidió, toreó, ligó y despachó de un estoconazo que lo hizo rodar sin puntilla. Pero ¿acaso podemos decir, para usar una analogía de algo que me apasiona tanto como el toreo, que el Barça no nos emociona cuando juega con el Bilbao, el Betis o algún equipo ruso o ucraniano en la Champions?¿ Es necesario un rival del primer mundo futbolístico para que la demostración del mejor equipo del mundo nos entusiasme, lo disfrutemos y nos haga emocionar? De igual manera, no es posible dejar de sentir la hondura y el arte de un superdotado del toreo como Enrique Ponce, sin ninguna duda, el más grande matador de toros de los últimos veinte años, a despecho de grandes como Morante de la Puebla o el propio José Tomás. Hoy Ponce no nos regaló una faena de aquellas a las que nos tiene acostumbrados, produciendo desde el primer muletazo series bordadas por su preciosismo, con su técnica incomparable, con interminables derechazos y naturales quietos y muy ligados, salpicada de enormes trincherazos, y rematadas con largos pases de pecho. Esta vez Ponce nos regaló una faena larga y esforzada, de gran conocimiento, engriendo primero al animal, cuidándolo, enseñándole a tomar cada pase, metiéndolo en la muleta poco a poco hasta lograr arrancarle muletazos quietos y profundos, rematados exquisitamente y coronada con ese pase de su invención al que le llaman poncinas que nos hizo saltar del asiento. Todo esto culminado con una estocada de efectos fulminantes, volcándose sobre el morrillo como queriéndose comer al toro de un sólo bocado. Vimos un Ponce que ratificó por qué, cada vez que viene, los aficionados llenamos la plaza para paladear el arte que este matador, que ya bordea la cuarta década, viene a dejarnos en cada temporada. Un gran maestro del toreo que ostenta el récord de dieciocho años viniendo a nuestra feria sin haber dejado una sola temporada de las que nos visitó, que fueron doce, de cortar alguna oreja, de haber agradecido desde los medios una ovación merecida de un público entregado y palpitante.

De Sebastián Castella, hay menos que decir esta vez pues fue el único de los tres que no abrió la puerta grande. Su mal desempeño con la espada le hizo perder los trofeos que seguramente habría obtenido luego de la estupenda faena que le hizo a su primer toro y segundo de la tarde. Un sobrero que tuvo que reemplazar al que posiblemente sería el mejor ejemplar de este terciado encierro. Un toro que había salido con codicia y bravura pero que infelizmente se malogró al momento de tomar el único puyaso que recibió cuando una de sus astas se partió de cuajo al golpear en seco contra algún elemento metálico, ya sea el estribo del picador, la mona o la bota que lleva en la pierna derecha. De cualquier modo, el toro echado a perder tuvo que devolverse a los corrales de manera antireglamentaria y, en su lugar, salió un novillote bizco como sus hermanos, que permitió una faena variada y emotiva que se fue apagando por las condiciones del animal y que no culminó en corte de orejas por la manera defectuosa en que el matador intentó despacharlo hasta en tres oportunidades. Descabelló y obtuvo solo el silencio del público. En su segundo toro, el quinto de la tarde, no tuvo posibilidades de lucimiento ante la poca fuerza del toro, la bronca del público al ganadero, pero fundamentalmente ante su incapacidad de entenderlo y darle la lidia que el astado requería.

Miguel Ángel Perera, quien festejaba cumpleaños, tuvo una excelente presentación en los dos ejemplares que le tocaron en suerte, demostrando por qué es una primera figura del toreo y por qué fue el ganador del escapulario de oro del Señor de los Milagros en los años 2004 y 2009. De una quietud pasmosa, logró momentos que casi podríamos definir de ojedismo, esa manera de torear a milímetros del burel, con los pies clavados en la arena, sin enmendar, pisando terrenos casi imposibles. Y todo esto lanceando con un capote muy variado y un temple con la muleta que se ha convertido en uno de los sellos más característicos de esta gran figura del toreo de estos tiempos. Perera logró una faena larga y pulcra en el tercer toro quien nunca logró siquiera rozar el engaño y que culminó con un volapié impecable de efectos inmediatos que le dieron las dos orejas de su oponente. Lo del sexto fue inexplicable por la pasiva e indiferente actitud del público en una faena superior que la que le hizo a su primer toro, que se hizo larga en el afán del terco espada que no optó por abreviar y terminar con esa actitud desconcertante de una sola vez y supo esperar -mientras lidiaba quizás el ejemplar con más presencia de todo el encierro- a que el público se diera cuenta de la faena valiosa que estaba realizando, bordada en los medios, por momentos en un palmo de terreno, arrimándose, acortando distancias entre él y el burraco que le tocó en suerte. A tanta insistencia, el público terminó rindiéndose ante un Perera que estuvo inmenso con la muleta pero que no pudo culminar satisfactoriamente con media estocada y varios intentos de descabello.

Una tarde discutida, con broncas, con protestas, con toreros muy por encima de la mayoría de los novillo-toros que les tocaron en suerte. Pero después de todo, una de esas tardes que nos hacen disfrutar de esta afición que nos moviliza domingo a domingo hacia nuestra bicentenaria. Una afición que se impone ante intereses de grupos de "reventadores" que pretenden dominar la fiesta con su fundamentalismo y su interesado propósito de boicotear nuestra feria. Una afición que se sigue enriqueciendo gracias a la calidad, arte y verguenza torera de maestros como Enrique Ponce que aún siguen vigentes para hacer posible que la fiesta de los toros continúe viviendo por mucho tiempo más.

EM

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