Antonio José Galán, no sólo fue el torero más querido en nuestro país, sino también en mi casa. Antonio hizo gran amistad con mi padre desde mediados de los años 70 en que participó en una edición de la ocasional corrida de San Fernando y en la que, para su mala suerte, se llevó una seria cornada que lo dejó fuera de circulación por algún tiempo. Con muletas pero sin perder su buen humor, estuvo un par de semanas después en casa, mostrándonos algunas de las muchísimas heridas que su intensa campaña como matador valeroso y tremendista le habían dejado. No olvido que esa vez contó orgullosamente más de treinta cicatrices. El encuentro de esa noche, fue el primero de una serie que durante más de 20 años se repitieron, en especial en el fundo de Lomas de Villa, locación donde reunía a sus amigos anualmente para celebrar su santo.
El querido loco no sólo participó en diez ediciones de nuestra feria de octubre, sino que fue animador permanente en celebraciones tradicionales y festejos a lo largo y ancho del país, incluyendo festivales de verano y hasta corridas goyescas. En muchas de estas ocasiones fue cogido o sufrió tremendos sustos –y nos hizo sufrir- al ensayar suertes imposibles, como entrar a matar con un pañuelo o sombrero en vez de muleta. Incluso lo recuerdo en trance -como se ponía siempre que el público jaleaba sus faenas- volcándose sobre el astado sin ningún tipo de engaño, rebotando y cayendo al descubierto, mientras los peones de brega hacían esfuerzos denodados por sacarlo intacto. Como también recuerdo a Antonio en estado total de exaltación, corriendo la mano lentamente mientras miraba a los tendidos y se pegaba al burel de turno, a pesar de las protestas de parte de los aficionados que no gustaban de este tipo de toreo. Como tengo memoria del arresto que cumplió luego de la corrida en que airadamente reclamó al juez de la plaza por una oreja no otorgada pese a la gran cantidad de pañuelos blancos en los tendidos.
Fue en noviembre del 2000 cuando lo busqué en su tendido de sombra mientras Enrique Ponce salía en hombros de la plaza luego de un triunfo resonante. Me acerqué a su barrera para pedirle el favor de visitar a mi padre, quien había sido internado hacía pocos días con un pronóstico muy grave. A pesar de que viajaría de vuelta a España un día después, el loco estuvo el lunes temprano dándole quizás la última gran alegría que tuvo mi padre en su vida. Recuerdo tanto el rostro de sorpresa de papá cuando lo vio entrar en la habitación con su peculiar simpatía: “Hey mataoor, tiene que recuperarse de esa cornáa para volver al ruedo…” mientras gesticulaba y reía a carcajadas armando un jaleo inusual en el frío pabellón del hospital. Pocos días después, el señor se llevó a mi padre con él. Pocos meses más tarde, no podría salir de mi asombro al ver, en los titulares de los principales diarios, la noticia del trágico accidente en que Antonio también nos dejaría para siempre...
No hay comentarios:
Publicar un comentario