No tengo memoria de la fecha en que pisé Acho por primera vez. Mi padre me contó que fue cuando sólo tenía tres años, la misma edad en que el aboyo Salmón lo llevó al tendido. Él pudo ver desde niño al Califa, a Domingo Ortega y a César Girón. A los primeros que yo recuerdo con claridad de esos primero años son a Paco Camino y Ángel Teruel. Después de ellos los vi a todos. No perdí a uno, más de cuarenta temporadas ininterrumpidas palpitando mi feria de octubre. Esperando el clarín a las 3:30 pm. en punto, quizás una de las poquísimas cosas que empiezan puntuales en este país. Esperando el paseíllo al son del Gallito tocado por la Guardia Republicana, uno de los paso dobles más emblemáticos de esta plaza. Como muchos otros que me ponen la piel de gallina cuando los escucho. La sensación de vivir esa fiesta de color que sólo Euzquito es capaz de retratar en su brillante artículo en opinionytoros.com. Desde el color de los boletos –los de antes-, los carteles, las hermosas mujeres del tendido, los cautivantes trajes de luces, las largas banderillas, el suave recorrido de un capote en un largo lance o la templada muleta recogida en un rotundo trincherazo.
Acho era mi casa. Llegábamos muy temprano, aún antes de que abriera sus rejas, para entrar por la sesina, la puerta por donde trabajadores, subalternos y autoridades llegaban a la plaza. Por lo general acudíamos al pesaje y al sorteo del ganado. No era medio día aún pero ya estábamos disfrutando la corrida viendo los ejemplares de más de 450 kilos que tocarían en suerte esa tarde. Ya opinábamos sobre el trapío, la edad, la cornamenta de los astados, felicitándonos de que aquellos que nos gustaran le hubieran tocado en suerte a nuestros toreros predilectos. Para mí, entre tanto exponente del arte de Cúchares, esperaba con más ansias que nunca cuando alternaban grandes artistas como Curro Vásquez, José Mari, El Capea, Joaquín Bernadó o Paco Ojeda; Paco Alcalde y sus banderillas poderosas, aún mejor rehiletero que el inmortal Paquirri y casi tan espectacular como los más recientes Víctor Mendes y El Fandi. O los arrojados que se comían el tendido como Palomo Linares, Dámaso Gonzales o el querido loco Galán quienes más de una vez ejecutaron el volapié sin muleta, acaso con un sombrero o un pañuelo. Distintos estilos, pero con el sello del arte y el valor en su andar, en sus miradas. A todos los esperaba ansioso mientras avanzaba el reloj hasta la hora del clarín, a veces guardando sitio en la escalera dos horas antes porque no había pagado boleto.
Gran parte de mi niñez y juventud viví alrededor de mi mayor afición. Mi cuarto era un cartel de toros, donde no asomaba un centímetro de pared en blanco que no estuviera cubierto por un afiche, un collage de fotos, o cualquier recorte de alguna revista taurina. Parado frente al espejo ensayaba largas faenas con toros imaginarios, con el trapo más cercano que tuviera a mano, una toalla de baño, un mantel o más adelante mis primeros trastos de torear traídos por mi padre en algún viaje al viejo mundo. La música que acompañaba la lidia en el viejo tocadiscos no podía dejar de ser Suspiros de España, Manolete, Pepita Creus, el Gato Montés o Plaza de las Ventas. Ni qué decir de los amigos, muchos de ellos – y que espero que puedan leer estas líneas-, con quiénes evocábamos la última tarde, la última feria; con quiénes también debatíamos sobre los innumerables tópicos que pueden desprenderse de una afición tan rica, o más tarde cuando echábamos un par de capotazos en alguna tienta. Amigos con quienes nos colábamos por años cuando no producíamos para comprar una entrada, entrando a la plaza con nuestro querido “pescao”(*) por alguna propina, trepando paredes por las casas aledañas a pesar de amenazas de los vecinos -que alguna vez nos apuntaron con una escopeta-, escondidos bajo el camión que llevaba los toros o, en el caso más anecdótico y divertido, colgado del brazo del matador mientras a viva voz gritaba “permiso, permiso, abran paso al maestro”.
Vivir esa fiesta me cautivó desde niño y hoy veo con algo de tristeza el avance de esa creciente legión antitaurina -a la que respeto profundamente pero cuya visión no puedo compartir- que lucha por la abolición de la fiesta brava. Creo que sería mentir decir que no es una fiesta cruel, sangrienta y capaz de herir la sensibilidad de muchos quienes aman a los animales. Quizás haber pasado la vida entera palpitando el arte de una buena faena me impiden abrigar los mismos sentimientos. Quizás la gran cantidad de literatura y tertulia sobre el tema me convencieron de la naturaleza del toreo y el toro de lidia, de la tradición de la fiesta. Quizás haber crecido leyendo la vida y muerte de Joselito, Granero, Ignacio Sánchez Mejía y Manolete o quizás el haber gozado casi hasta el paroxismo faenas inmensas como la de José Mari a ese sobrero brocho de Chuquizongo en la feria del 77, cuando sin sentarnos derramábamos lágrimas viendo como series de redondos interminables bordaban quizás la faena más maravillosa que vi en mi vida. Quizás todo eso me da esa convicción en mi defensa y amor por la tauromaquia.
Podría seguir recordando momentos felices corriendo bajo sus portales, en los corrales, tendidos y el callejón de mi Acho querido… tantos momentos únicos e irrepetibles…
La fiesta de los toros. Una expresión del arte insuperable que llenó tantos años de mi vida. Una afición que nunca podré perder y que espero poder seguir disfrutando mientras el cuerpo aguante.
Oooole!
(*) Pescao, uno de los personajes más entrañables de la plaza, vendedor de cerveza que conocí en un momento de desesperación en que se acercaba la hora de la corrida y como casi siempre no tenía un centavo para pagar una entrada. Por años docenas de amigos entraron con él de las formas más insólitas a cambio de un “sencillo”. Estoy seguro que es el responsable de gran parte de la afición de muchos chicos de mi generación…
No hay comentarios:
Publicar un comentario