lunes, 25 de octubre de 2010

Érase una vez un hombre bueno...

Érase una vez un hombre bueno, justo, brillante, estudioso, lúcido, amoroso, apasionado, perseverante, enérgico, amable, divertido, versátil, curioso. Buen esposo, buen padre, buen hijo, buen hermano, buen maestro. Érase una vez un hombre que vivió sólo 64 años, pero plenos, ricos, intensos, nunca mejor vividos.

Érase una vez un hombre brillante, galardonado nacional e internacionalmente, doctor en medicina, científico incasable, educador inigualable. Fue alumno destacado en la Recoleta; profesional exitoso desde su paso por las aulas, el laboratorio y el rectorado de San Marcos, el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, la jefatura del Instituto de Medicina Legal, el Directorio del Instituto Peruano de Seguridad Social, la escuela de post-grado de la Católica, Conafu, la Asamblea Nacional de Rectores, la Sociedad Química del Perú, la Sociedad Peruana de Patología, hasta el Vice-rectorado académico de la Villarreal en sus últimos años de vida. Apasionado por la ciencia y la historia. Autor de más de un centenar de publicaciones de bioquímica, educación y numismática. Dirigente político, militante de la Democracia Cristiana en el Perú, lo que le permitió hacer amistad con grandes líderes latinoamericanos que en su momento dirigieron el destino de sus naciones.

Érase una vez un hombre idealista, que comprendió que no siempre es posible vivir por los ideales y tener riquezas, por lo que optó por lo primero. Rechazó ofertas tentadoras para salir del país o hacer mucho dinero, por cumplir sus sueños: hacer investigación en el Perú, pelear por un sitial para la ciencia en su patria, instituir una universidad peruana de calidad, promotora de la investigación, forjadora de gente valiosa. Fue un hombre que dictó cátedra en bioquímica, biología molecular y biotecnología, maestro de miles que pasaron durante más de treinta años por las aulas donde fue profesor principal a dedicación exclusiva en el Departamento de Bioquímica, Fisiología y Nutrición de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

Érase una vez un hombre probo, recto, que enfrentó la corrupción cuando tuvo que hacerlo, aún ante el poder político, destituyendo a quienes impedían el desarrollo de las instituciones donde tuvo que desempeñarse. Poniendo el pecho ante el terrorismo, confrontando firmemente sus ideas a las de corrientes subversivas imperantes en esos tiempos o haciendo descolgar de San Marcos esas banderas de Sendero, pero protestando también ante los tanques y el abuso, defendiendo ferreamente la autonomía universitaria en la que él creía.

Érase una vez un hombre que se divertía. Amante de la música clásica, del ballet, la literatura, la astronomía, la mitología y la egiptología. Fanático del fútbol, hincha a muerte de la U, no se perdía un partido aunque fuese por la radio. Tampoco un partido de su máximo ídolo, su hijo mayor, con quien también compartió su afición a los toros desde que lo llevó al cumplir los tres años y con quien se paseó por los tendidos de Acho hasta la víspera de su muerte. Timbero lechero y muy hábil para divertirse sin dejar la bolsa en la mesa ni en la ruleta. Presidente de la Sociedad Numismática del Perú algunos años, fue coleccionista incansable de monedas, medallas y fichas, así como de estampillas, capillos, sellos, antiguedades y cualquier curiosidad vinculada a la historia de nuestro país y nuestra gente. Bromista, contador de chistes y de anécdotas de docenas de viajes por el mundo entero. Amante de la pesca con cordel y tres anzuelos, desde una peña o espigón en las madrugadas, o desde la orilla, con el agua en las rodillas al despertar el alba. Cocinero los fines de semana: un ceviche, un lomito o un buen tacu tacu. Sibarita, comensal frecuente de los restaurantes más exquisitos; si otro invitaba mejor aún. Gran conversador, pretexto perfecto para los pretendientes de sus hijas que visitaban la casa con la excusa de conversar con el Doctor. Además bailarín, silbador, primera voz en los largos paseos a la playa en el viejo Plymouth gris lleno de gente, bulla y entusiasmo.

Érase una vez un hombre querido, de un corazón inmenso, que nos dio una lección de vida en sus últimos días en que, postrado en una cama de hospital, recibió la visita de muchos amigos, de alumnos, congresistas, ministros, maestros, colegas, choferes, rectores, conserjes, historiadores, políticos, profesores, secretarias, curas, toreros españoles, periodistas, artistas, compañeros del colegio, de universidad, matemáticos, numismáticos... Un hombre que no sólo tuvo la admiración sino el afecto de sus miles de amigos y de la gente que lo disfrutó en este mundo que él tanto amó. Un hombre con gran desprendimiento y una calidad humana que le permitió estar siempre a disposición de la gente, sin distinguir entre el rico y el pobre, el poderoso y el débil. Un hombre que dejó huella en cada ser humano que conoció, que ayudó cuanto pudo y a cuantos pudo.

Érase una vez un hombre que tuvo tres hijos y una compañera que lo adoraron y admiraron, que no lo hubieran cambiado por nadie en el universo, pues saben que tuvieron el mejor padre y esposo del mundo. Un padre que les dio amor y un millón de razones para sentirse orgullosos de él.

Érase una vez un hombre, un gran hombre, un gran padre. Érase una vez mi padre, el que sentía también orgullo por su familia, por su inteligente Gachy, su talentosa Lucía, su estudiosa Sonia, su temperamental Ernesto.

Mi padre, al que espero poder alcanzar cuando sea el momento y poder juntos conversar, bromear, pescar, decir olé, gritar gol o, simplemente, para darnos un beso y un fuerte abrazo, interminable, como la inmensidad de su recuerdo.

Te quiero mucho papi... te quiero tanto.

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